Érase una vez una pequeña mujer que se quedó parada al borde de un camino al lado de una figura en cuclillas. La figura parecía no tener cuerpo, y parecía una manta vieja de franela con un contorno humano.
La pequeña mujer se inclinó hacia el personaje y le preguntó:
– ¿Quién eres?
Dos ojos cansados y sin luz la miraban.
– ¿Yo? Yo soy la Tristeza – contestó susurrando con una vocecilla que la mujer casi ni escuchaba.
– ¡Ah! ¡La Tristeza! – exclamó la pequeña mujer, alegre como si saludara a una vieja conocida.
– ¿Me conoces? – preguntó la Tristeza desconfiada.
– ¡Pues claro que te conozco! Siempre me has acompañado un poco a lo largo de mi camino.
– Sí, pero… – sospechaba la Tristeza. – ¿ Entonces? ¿Por qué no huyes de mí? ¿No tienes miedo?
– ¿Por qué tengo que huir de ti? Tú sabes bien como acoger a los que te esquivan. Pero déjame preguntarte una cosa, ¿por qué pareces tan descorazonada?
– Yo… estoy triste – contestó la figura con voz desgarrada.
La pequeña vieja se sentó al lado de ella.
-Así que, estás triste, ¿eh? – dijo asintiendo con la cabeza. – ¿Quieres contarme lo que te atormenta?
La Tristeza suspiró profundamente. ¿De verdad que alguien quería escucharla esta vez? Cuántas veces lo había intentado en vano…
-¡Ay! ¿Sabes? – Empezó dubitativa y sorprendida – Pues es así de simple, ¡nadie me quiere! Es mi destino ir con las personas y quedarme con ellas, con algunas más, con otras menos. Pero casi todas me tratan como si fuera la peste. Han creado muchos mecanismos para ignorar mi presencia.
– Seguramente tengas razón – dijo la vieja. – Pero cuéntame más.
– Se han inventado frases de escudo con las que poder desterrarme…Me dicen… ¡Tonterías, la vida es bonita! Y sus risas falsas les causan calambres en el estómago y dificultades para respirar. Me dicen… ¡Lo que te hace sufrir, te hará más fuerte! Y entonces tienen dolores de corazón… Me dicen… ¡Hay que controlarse! Y entonces sienten los tirones en los hombros y en la espalda. Me dicen…¡Sólo los débiles lloran! Y sus lagrimas contenidas casi les hacen estallar sus cabezas. O si no… utilizan drogas y alcohol para no sentirme.
-¡Oh sí!- Afirmó la vieja. – Personas así también se han cruzado por mi camino. Pero en realidad, quieres ayudarlas con tu presencia, ¿verdad?
La Tristeza se hundió un poco más.
– Sí, eso quiero. Pero sólo puedo ayudarlas si me toleran. ¿Sabes? Cuando intento darles un espacio entre ellas mismas y el mundo, un periodo de tiempo para encontrarse consigo mismas, les quiero construir un nido en el que se pueden dejar caer y curar sus heridas. Quien está triste, es especialmente sensible y se encuentra muy cercano a sí mismo. Este encuentro puede ser doloroso, porque el sufrimiento se desata con el recuerdo y se abre como una herida mal cicatrizada. Pero sólo quien permite el dolor y puede sentirse triste por el sufrimiento, quien siente su niño interior y se permite llorar las lágrimas acumuladas, quien se concede compasión por sus heridas internas, sólo esa persona, entiendes, sólo ella tiene la oportunidad de que su herida se cure de verdad. En vez de eso maquillan sus cicatrices o se vuelven duros con una coraza de amargura.
Ahora, la Tristeza callaba y su llanto era desesperado.
La mujer abrazó a la tristeza consolándola. Qué suave es, pensaba mientras acariciaba a la figura que temblaba.
–Llora, Tristeza, llora – susurraba la mujer cariñosamente. – Descansa para que puedas coger fuerza. Sé que muchas personas hacen como que no existes y te rechazan. Pero también sé que hay personas preparadas para encontrarte. Y creéme, cada vez son más las que entienden que tú les permites salir de sus jaulas interiores. A partir de ahora no volverás a andar sola, te acompañaré en tu camino, para que el desaliento no tenga poder sobre ti.
La Tristeza dejó de llorar. Observó a su compañera extrañada y le preguntó:
– Oye pero y tú, ¿quién eres?
-¿Yo? – Dijo la pequeña mujer vieja… – Yo soy la Esperanza.
Inge Wuthe